viernes, 1 de agosto de 2008

¡Oh, París, cuánto te amo!



Milagrosamente, Elisa pasó la aduana sin que le revisaran la maleta, así se salvó de ser acusada de contrabandista de chocolates. En su viaje a París, había juntado peso a peso para el pasaje, la estadía se la había ofrecido su amigo El Dalí que llevaba unos años allí y tenía un pequeño atelier donde le ofreció hospedaje y un pequeño rincón donde pudiera cumplir su sueño de pintar en París.

Llegando a Paris, Elisa fue a visitar la torre Eiffel a la que amaba como si fuera el mas guapo francés de carne y hueso. Pasaba sus días en la torre, sello de identidad indiscutido de la ciudad, Elisa se sentaba siempre a su pie a admirarla y dibujarla a ella y sus jardines de rosas inolvidables, además, iba a pintar Notre Dame, Montmartre, el río Sena, los Campos Elíseos, o bien se iba a visitar el Louvre, ahí extasiada miraba esas obras de arte que sólo había visto en fotografías y que ahora tenía ante si con incrédula realidad, "¿Estaré soñando?", se preguntaba a si misma, ante la Mona Lisa, o alguna obra de Picasso, Monet, Renoir, Cezanne, ella admiraba en éxtasis silencioso y enormes ojos abiertos cual máquinas fotográficas, captándolo todo para sus inconmensurables recuerdos del futuro.
Para Elisa Francia era tan solo París.

Diariamente caminaba por las calles de París, paseaba su delgadez, visitando el barrio latino en la margen izquierda del Sena, caminando por la rue Rivoli, el boulevard de Montparnasse, la Avenue de la Opera, para terminar siempre al pie de su torre tan admirada, en donde ya exhausta se sentaba a leer Le Monde o Le Fígaro, o bien se quedaba dormida por el cansancio de tantas horas de caminar y pintar.

Un día Elisa vino a darse cuenta que ya habían pasado raudos once meses y 330 chocolates consumidos, el resto de los chocolates los guardaba celosamente, ya que eran todo lo que tenía para subsistir, ella sabía que en Diciembre, irremisiblemente, ya estaría de vuelta en casa, de vuelta en su ciudad natal, con sus familiares y amigos.

Pasaban así inexorablemente sus días dibujando, pintando, paseando su flaco cuerpo por París, regresaba en la noche exhausta, agotada al atelier, a comer su chocolate, única comida del día, a escuchar sus viejos vinilos del pequeño gorrión de París, la incomparable Piaf y a Charles Asnavour a quién admiraba desde niña.

Elisa no hablaba con nadie, casi cumplía un año en la ciudad luz y aún no podía saborear la dulce miel de la gloria que le había prometido su amigo El Dalí, en su dormitorio la esperaban sus últimos dos chocolates, su mas preciado tesoro y unos cuantos vestidos viejos que ahora le nadaban y que ella ni siquiera se había dado cuenta.

Al día siguiente, la esperaba la misma rutina, ya le quedaba tan sólo un día en París, así que se fue rápidamente a recorrer, museos, calles y callejas para despedirse de su amado París.

Elisa se marchó con un nudo en la garganta, el vestido flotando lastimeramente sobre su cuerpo, su valija sin chocolates, con muchas telas pintadas dentro y en sus manos bocetos y dibujos.
La angustia la invadía, quería quedarse, mas ella sabía que era imposible ¿Cómo sobreviviría? Tan lejos de su tierra y todo lo que le era conocido.

Subió al avión con lágrimas en los ojos, nadie le decía adiós, sólo era ella quién le decía adiós a Paris, que era muy posible no volvería a ver.

Al llegar a su tierra encontró de nuevo todo lo que le era conocido y querido.
Cuando bajó del avión, vio miradas de admiración en todos los ojos de los que la fueron a esperar. ¡Que bella y delgada estás! exclamaron todos casi al unísono, en ese instante recién se dio cuenta lo ancho que le quedaba el vestido y que había perdido casi veinte kilos y sin ella esperarlo ni proponérselo había vuelto a tener la silueta ideal.

Entonces se dijo a si misma ¡Oh, París, cuanto te amo!

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